Prensa MPPC (14/8/2023) Conocí a Roberto Hernández Montoya y su humor genial en 1978 gracias a una admirable iniciativa editorial llamada El Sádico Ilustrado. Por esos días llegó a mis manos un libro de fotografías de graffittis venezolanos hechas por Ricardo Armas llamado Letreros que se… (y aquí unos ojos abiertos como los de un emoticón). El prólogo del libro era de Roberto y gracias a él supe que el merengue Car’e Cochino era la prueba más sólida de que el surrealismo existía en Venezuela en tiempos cañoneros antes que se le ocurriera a André Bretón proponerlo en Francia. De ese libro recuerdo también la foto de un muro a la salida de Mérida, que casualmente acababa de ver durante un viaje que hice con mi padre y que decía “Mérida es de pinga, todo el mundo singa”.
En el ochenta, al entrar a la Escuela de Artes de la UCV, quise ver con él Metodología de la Investigación pero ese semestre me tocó ver esa materia con su esposa Susana Gámez. En esa época disfruté de un espectáculo creado por él y Miguel Delgado Estévez para la Cátedra del Humor Aquiles Nazoa llamado “El Ramillete de la Cursilería” donde escuché por primera vez ese portento de la pava y lo pavoso que es el Himno de las Enfermeras.
Volví a conectarme con él cuando regresó a sus fueros junto a Roberto Malaver para desnudar la grosera mediocridad de la oposición venezolana y permitir que la rabia y la indignación se convirtieran en carcajadas y así pudiéramos concentrarnos en atacar al verdadero enemigo, el titiritero que movía las cuerdas con la intención de acabar con los sueños de un pueblo. Finalmente nos conocimos personalmente siendo ambos parte del equipo de cultura de la Revolución Bolivariana. No fueron muchas pero si extensas y entretenidas las conversaciones que logramos sostener a lo largo de estos años. Hablamos de música (a veces me enviaba por las redes verdaderas joyas como esas imágenes de Bola de Nieve en una reunión caraqueña donde coincidían personalidades del peso de Alejo Carpentier) y de cine, sobre todo de ese cine europeo de los 70 que admirábamos tanto como las películas de Kurosawa. Dejo aquí este testimonio para sentirme cerca de su humanidad con la sonrisa que siempre logró arrancar de mi inteligencia.
T : Ignacio Barreto